ESCENAS QUE TE IMPRESIONARON DE NIÑE

Todos tenemos por lo menos una guardada en el fondo del cajón de nuestra memoria. Es momento de sacarla a que le dé el sol, sacudirle el polvo y admirarla como si fuera la primera vez.

La magia de la niñez está en su inocencia. Por supuesto esa falacia se sostiene desde el punto de vista de los adultos. Porque si alguien se detuviese a preguntarle a esos enanos, recién entrenados en este plano orgánico tridimensional, le dirían que la inocencia de la niñez es como alguien que se tropieza y cae, es gracioso para todos, menos para el que firma la compra del terreno con la jeta contra el suelo. Es más, el changuito les propondría ahora que recuerden esa caída de un amigue o alguien que vieron en la calle tropezar. Que proyecten en el marote la secuencia en slow motion de sus gesticulaciones físicas cuadro por cuadro, la cara de desgracia de la víctima de la impiedosa gravedad, la intención intrínseca pero inútil de transformarse en un gato para conservar algo de dignidad, pero perdiéndola al mismo tiempo por la misma razón. Y el porrazo final, donde ya todo sucedió y el caído se encuentra en una posición que uno solo debería tener en la intimidad de la cama, y que ahora es de público conocimiento para la burla de los milenios venideros.

 Desde que tengo uso de razón que no puedo no reírme del pobre Manolito
Desde que tengo uso de razón que no puedo no reírme del pobre Manolito

Si no se les dibujó –mínimo- una efímera sonrisa mientras recordaban la caída de alguien es porque, lamento decirles, están muertos por dentro o recordaron una caída propia. Porque eso es lo que el changuito les quería demostrar. La inocencia es un don para el adulto que ya no la tiene y la añora como algo precioso e invaluable pero para el niño en general, en su frenético presente, es una desgracia; porque el mundo se aprovecha de este desperfecto que a medida que uno crece, y gracias a satán, va perdiendo.

Ahora, qué tiene que ver esto con el cine, dirán los impacientes y hermosos lectores de este artículo (?). Que a diferencia de nuestros queridos progenitores que crecieron sin tv y la única forma de traumarse a causa de su inocencia de infante era mayoritariamente por lo que le contaban los adultos, nosotros tuvimos la televisión: rectángulo sin un gramo de empatía que vomitaba indiscriminadamente imágenes sin preguntarse si del otro lado había un changuito curioso que pagaba su imprudencia con cicatrices psicológicas grabadas con acero en la corteza prefrontal de su vida y provocadas por alguna imagen de cualquier película que en ese momento teníamos la desgracia de contemplar. Antes de proseguir, aclararé que sólo nombraremos escenas de miedo, violencia o audacia que a pesar de los años todavía recordamos. Las escenas sensuales, que sé que también están ocultas en ese cerebro medio pervertido, las dejaremos en el mismo baúl donde guardan la libido para poder funcionar social y civilizadamente.

Foto de un espectáculo de marionetas en París, 1963. Fue tomada en el momento exacto en que el dragón es asesinado.
Foto de un espectáculo de marionetas en París, 1963. Fue tomada en el momento exacto en que el dragón es asesinado.

Finales de la década del 80, hiperinflación y las proféticas patillas del Turco. Mi viejo compra nuestra primera y única VHS que nos acompañó como 10 años haciendo el novedoso y sucio trabajo de traer el cine a la comodidad del hogar. Alquilamos The Terminator (1984) y todos nos amontocochinamos en la mesa para cenar. Viene Don Schwarzenegger hecho percha de una pelea épica con Kyle Reese (o así lo recuerdo) y comienza a repararse el rostro y el brazo. Yo, todo niño hermoso como siempre, de la impresión de la secuencia se me cae un pedazo de milanesa de la boca, ¡a mi! que la comida nunca se me cayó de ningún lado. No podía creer lo que veía y lo real que era todo. “Termineitor” se abría el antebrazo y probaba el movimiento de los dedos y yo tenía la adrenalina a mil.

Muchos años después, tendría que haberle hecho caso a Sabina en eso de que en los lugares donde fuiste feliz no debieras tratar de volver. Intenté ver de nuevo la escena y el chavo del ocho tenía mejores efectos especiales que ese Arnold de plastilina.

Plena década del 90, hipercapitalismo menemista del uno a uno y donde la marcha peronista se cantaba con pizza y champagne. Con mi amiganso de toda la vida decidimos alquilar Pet Sematary (1989) y verla en una plena y luminosa tarde de sábado. Porque los valientes antes de valientes no son pelotudos de ver una peli de miedo en plena noche donde los espíritus y demonios andan libres y ebrios como si se tratase de una fiesta electrónica. Más allá del fantasma atropellado que le advierte al padre, más allá de la mujer moribunda que trauma la memoria de no recuerdo cuál personaje, inclusive, más allá del maldito gato muerto que aparecía justo, y sobre todo, cuando un niño menos se lo espera; una de las escenas que más terror me dio y que todavía poseo grabada en la retina de mi temores es donde aparece el crío, después de haber sido enterrado, caminando en la casa y sediento de sangre con ese sombrero de copa. Pendejo rubio menemista te odio por siempre.

Después, yendo a generalizaciones más concretas (oxímoron alert), tenemos escenas clásicas que a todo el mundo cagaron la infancia como por ejemplo The Exorcist (1973)la cual debe ser una de las pocas películas que básicamente casi todo su metraje es una secuencia que trauma de por vida. Para Esteban Mamberto Virla por ejemplo, la escena cuando la poseída da vuelta la cabeza lo desgracio tanto mentalmente que a todo sus conocidos le suplica que no realicen el mismo gesto aunque sea físicamente imposible.

Siendo más grandes pero igual de ingenuos para nuestro pesar, aparece The Blair Witch Project (1999), la cual se aprovecha y actualiza la verosimilitud intencional de La Guerra de los Mundos, la cual uso la radio para lograr su cometido, pero utilizando la incipiente y todavía no masificada internet para crear una leyenda urbana alrededor de la cinta. Esto le sucedió a Daniel Ocaranza, al cual se le hizo agua el picolé como a muchos de nosotros, con escenas como los niños y la carpa o la escena final que lo marcó tanto, que casa abandonada que ve, casa abandonada que entra a buscar respuestas.

Y para el final quedan esas películas de deportes o peleas, que luego de un arduo camino de sufrimiento y obstáculos de nuestros protagonistas y a pesar de tener todo en contra, logran salir victoriosos en la escena final. Esa euforia que uno sentía de changuito al ver vencer a los buenos era la cocaína de la infancia. Porque uno siendo chico ya sabía lo que quería ser al mismo tiempo que se le dilataban las pupilas viendo la secuencia final de victoria. Si veía The Karate Kid (1984) o El Gran Dragón Blanco cuyo título era Bloodsport (1988), uno sabía que había nacido para practicar las artes marciales y bien terminaba la peli, salía hacerse cagar con cuanto amigo se le cruzaba. En mi infancia no faltaba el frente de una casa deshabitada que no se metamorfoseaba en un “kumite” para poder chirliarnos los unos a los otros sin represalias o resentimiento.

Lo mismo le sucedió a Alejandra Lauria pero esta vez con BMX Bandits (1983) que llegó a nuestras tierras como Los Bicivoladores, película australiana con una Nicole Kidman adolescente, que logra triunfar sobre los malos junto a sus amigos al final y por la cual la Ale ahora, rampa que ve con el auto, rampa que se contiene para no saltarla como antes lo hacía con la bicicleta para ganar sus competencias imaginarias.

Como verán todos tenemos en la memoria esa escena que quizás se esconda en la rutina y pormenores de la vida adulta pero que si uno se esfuerza un mínimo, vuelve a nuestra cabeza y provoca esa impresión que nos dio de niños y por un breve momento volvemos a ser ese petize incrédulo e impresionable con olor a nuevo.

A mi papá cuando era chico, una vecina le contó, a los seis años, y al ver su primera luna llena en una noche despejada, que esa luna era la última luna antes del fin del mundo. Un niño con seis años que no duda que el mundo se termina luego de esa luna. Esas son las desventajas con las cuales lidiamos de niñes. También mi papá me cuenta que mi abuelo compró una moto destartalada y escuálida en la cual salían a pasear los cinco. Mi abuelo conducía, venían mis dos tías y al final mi abuela sosteniéndolas para que no se caigan. Mi papá iba adelante del conductor como mascarón de proa. Con el viento fresco por delante y la risa de su familia detrás de él. No había niñe de 6 años más feliz en toda la redonda tierra. Entonces quizás la inocencia y sus consecuencias son  un precio menor que pagar por las alegrías inmensas y casi sin costo que nos puede dejar una infancia ingenua y donde todo tiene sabor a nuevo.

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