La belleza se busca siempre con desesperación: El bosque infinitesimal, de Julián López

En un país ficticio de Europa del Este, en el siglo XIX, dos médicos encuentran a un gigantesco vagabundo y lo llevan a su laboratorio con el objetivo de experimentar en nombre del conocimiento. El insufrible protagonista, que desprecia a las mujeres y a quienes no son hombres de ciencia como él, narra todo lo que ve y siente con una voz plagada de palabras en desuso y un tono formal que contribuye a hacer más humorísticas las situaciones (muchas de ellas delirantes) que le toca atravesar. Es el mundo que Julián López construye en El bosque infinitesimal, una novela en la que recrea en tono de parodia una época y una forma de pensar. A medida que avanza la trama, el narrador sufre una transformación: su máscara de hombre de las ciencias se va descascarando. Como si de un proceso alquímico se tratara, la prosa, infectada de deseo y de amor, muta y estalla con un estilo alucinado en el que brota la poesía. Así, la luz que la ciencia tanto busca finalmente pareciera estar en aquello que se considera salvaje o monstruoso.

Conversamos con el autor para que sea nuestro guía en este recorrido por su bosque infinitesimal:

Felipe Quiroga: ¿Cómo construiste la voz tan especial del narrador?

Julián López: Empecé a escribir esta novela hace 20 años y podría decirte, de verdad lo creo, que los textos se empiezan a escribir mucho tiempo antes de imaginarlos, se empiezan a escribir en lo inadvertido, pero uno puede trazar una genealogía de ese silencio resonante después. Es una época, aunque es opaca en la novela, que es un remedo de fines del Siglo XIX, una era que siempre me fascinó, siempre me deslumbró. A fines de los 90 leí Médicos, maleantes y maricas, de Jorge Salessi y en esa lectura apasionada empezó a hablar este personaje siniestro de mi Bosque, unos años después del encuentro con el libro con el Salessi empecé a escribirlo. Investigué algo acerca de los albores de la anestesia y algo de la historia del Hospital Muñiz de Buenos Aires.

FQ: ¿Cómo desarrollaste el cambio en el lenguaje que acompaña la transformación del narrador?

JL: Si lo pensás un poco me parece que se vuelve lógica la secuencia, un personaje que tiene el culo tan apretado desde el inicio no tiene un destino demasiado particular, es más bien predecible. En esa fuerza de corset del deseo, en esa potencia de desprecio con la que se manifiesta el personaje hay la semilla de la perdición, del desborde; yo creo que, en ese sentido, la novela es muy clásica. Si uno piensa a la novela como un campo experiencial que es atravesado por personajes, un recorte en el que se somete al personaje a la presión transformadora de la contingencia no hay modo en que el lenguaje con el que está hecha salga indemne y sea una variable constante.

FQ: ¿Cuál es la visión sobre la ciencia que queda plasmada en la novela y de dónde surge?

JL: Durante la Pandemia me resultaba alucinante escuchar teorías insólitas, demenciales y mesiánicas acerca de las razones de la enfermedad, los microchips, las antenas de 5G, como si 8 mil millones de personas sometidas al capitalismo no fuera una narrativa convincente de la fragilidad de vivir en un mundo en el que la mayoría son esclavos que no le importan a nadie. Pero muchas de las respuestas de los defensores “tout court” de la ciencia también me resultaban unidades blindadas que no podían atisbar siquiera los intereses y las idiosincrasias distintas y exigían un sometimiento que obligaba a silenciar cualquier cuestionamiento. Fue, es, una época de mucha violencia. La novela un poco se ríe de esos discursos mesiánicos que veneran al progreso y no pueden percibir que para el progreso la vida del planeta es una variable que no cuenta.

FQ: ¿De qué manera opera el deseo en la transformación que sufre el narrador?

JL: Me permito una digresión porque creo que también da cuenta de lo que le pasa a mi personaje: estoy cada vez más contrariado con la idea de deseo, hace unos años pensaba que “el deseo” (en un momento había como una veneración por esa categoría en el discurso) era la platinum card psi, un sistema extorsivo, un ideal luminoso que ocluía mucho de lo que debía decirse puertas adentro de los consultorios y de los dormitorios. A la idea de deseo le falta la idea de destino, de acontecimiento, le falta Venus, lo que se interpone. Como si lo “deseante” no fuera también una manera segura de obedecer a lealtades secretas. En El bosque infinitesimal lo que pasa es que lo único imprevisto para la conciencia es el amor -deseo y ocurrencia-, ante esa contingencia todo se desbarata.

FQ: ¿Cómo fueron apareciendo durante el proceso de escritura los guiños humorísticos que incluiste?

JL: El humor vino en la propia andanada del texto, no lo decidí, si bien es algo que valoro mucho y me hace muy feliz cuando lo encuentro en una lectura. Un personaje tan absurdo no podía ser abordado sin la idea del humor, del chiste, te diría. Yo detesto la idea de guiños en la literatura, pero la escritura te confronta sin piedad con el ideario con el que te parapetás (sin que nadie te lo pida) y ahí no hay escapatoria posible: mi escritura está llena de eso que detesto. Hace poco leí una reseña de la novela en la que el reseñador hablaba de la solemnidad de mi escritura. Ojalá fuera solemne, adoro la idea de la solemnidad, tengo mucho Réquiem de Mozart en las orejas de los años mozos y una de las escenas más entrañables que leí de Fassbinder es que cuando filmó Querelle la única indicación que le dio a la Jeanne Moreau fue: “sé solemne”. Ojalá fuera solemne.

FQ: En la novela el narrador reflexiona en algunas oportunidades sobre el sentido de la belleza. ¿Te consideras un buscador de belleza desde tu rol como escritor? ¿En dónde encontrás belleza cuando escribís?

JL: Siempre, belleza como agua, la belleza como sed y sí, en todo, siempre, se busca con desesperación. Ahora; no tengo idea qué es la belleza, realmente, ni idea.

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