Los actos sexuales de los humanos fueron siempre un misterio o, mejor dicho, fueron escondidos detrás de capas de oscuridad, relegados al pudor de las habitaciones cerradas o a la secreta penumbra de los bosques.
Cabriolas en el aire, de Víctor Alejandro Aybar, viene a iluminar ese claro del monte donde los retoces fáunicos se suceden, para actualizar un personaje de la mitología clásica, como es el fauno, y enunciar un cruce constante entre el animal montuno y el sujeto humano. A eso hay que agregar que las cabras y los chivos que pueblan el poemario son metáforas de los cuerpos morenos de los faunos humanos que, detrás de los montes, se sueltan al deseo sensual. También son el símbolo de la identidad que se debe asumir para seguir siendo en el mundo y no ser una falsedad que se dice el individuo a sí mismo.
Conocida es la habilidad de cabras y chivos por efectuar, sobre las quebradas rocas de las montañas, sus arriesgados saltos con habilidad envidiable. El autor, en el título del libro, une ese salto con otro que es propio de la danza: el cabriole. Los dos se unen en el nombre del poemario para anticipar la unidad que se consolida al reunir al animal y al humano. Además, en el aire, ámbito único en el que las cabriolas pueden existir, es un aparente pleonasmo que indica las acciones, que ocurrirán entre los seres de los poemas, ante los ojos de todos los lectores, para que estos vean esa unión fantástica.
El libro está dividido en tres partes: ‘Caprichos del sexo’, ‘Caprichos del amor’ y ‘Caprichos de la muerte’. ¿Y por qué caprichos? Se puede pensar que son los caprichos musicales, esas breves composiciones, bien vivas, la música de fondo que tendrán las cabras y los chivos para saltar, sin caerse jamás y que recorrerá las páginas del libro. O bien puede ser ese antojo casi animal que recorre al sujeto cuando la pasión lo arrastra y la razón queda de lado.
En los ‘Caprichos del sexo’, el yo del poema proclama su identidad. Se ha soñado pájaro, golondrina, para ser preciso, pero es cabra y eso es lo que es y se acepta así. No hay una metamorfosis, una transformación, sino una aceptación de la identidad, que es el tema que va a aparecer ante el lector en casi todos los poemas. Así, en el universo que propone el poeta, el yo asume una identidad que siente como verdadera, porque le permite ser libre, ya sea en la soledad, cuando reflexiona sobre sí mismo, como cuando en una compañía sensual, permite reafirmar lo que es, sin que le importen cuestionamientos internos o externos: la sensualidad homoerótica, que aparece en los poemas de esta primera parte, está completamente naturalizada, sin que sea discutida por algún tipo de cerrazón moral.
En ‘Caprichos de amor’, la sexualidad, si bien aparece como afirmación de la identidad gay, es más una muestra de su existencia dentro del orden natural de la humanidad. Por ello, va a ser más copiosa su aparición en los poemas. Aybar viene, con Cabriolas en el aire, a correr el velo que cubría los actos carnales homoeróticos, como si fueran hechos de los que no se puede hablar. Para lograr esa visibilidad de lo natural del homoerotismo recurre a la figura de las cabras y los chivos, tan propios del norte argentino, para hablar de los actos humanos. Lo sexual aparece sin demoras en los poemas. El acto carnal, individual o grupal, llevado a cabo en medio del monte, deja de estar oculto porque una voz lo descubre para el lector, para que éste se asome a esa situación de goce y de placer. Esa observación de un acto íntimo, que es contado con palabras sencillas de uso cotidiano, lo vuelve cercano y natural. Incluso la muerte, a mano de un joven/cabrero desleal, aparece suavizada por las palabras que la nombran, porque la paradoja es lo importante: no se espera que quien cuida las cabras sea el que las mate: el joven cabrero humano, matando a su cabra humana y masculina, es el símbolo de esos asesinatos que son causados por el miedo que producen las personas de sexualidades diversas o la posible vergüenza y el escarnio que aparecen cuando el acto con una de estas personas es descubierto.
La muerte de un adolescente casi niño, un cabrito en la voz del poemario, es el motivo de la tercera parte del libro, los ‘Caprichos de la muerte’. Aquí se ve a la naturaleza que está indiferente ante lo que sucede con los humanos que la habitan. En el entorno de la puna el duelo por ese niño cabra joven, será rápido porque no se permite la morosidad en esa tierra indolente, ni siquiera la lágrima de la madre puede caer porque se seca apenas sale del ojo. Pareciera que lo terrible de la naturaleza facilita la crueldad que va a caer sobre ese niño que es cabrito y es taruca y es, al fin de cuentas, víctima del deseo de un hombre que, para guardar su abuso de la vista de los demás, recurre al asesinato. El niño, en la palabra de quien nos cuenta la historia, está libre de lo que ahoga su voz solamente en los dominios de la muerte.
Las tres partes del libro están atravesadas por una naturaleza, que así como permite el acto sensual entre masculinos faunos o entre hombre y animal, se muestra indiferente ante la muerte de un niño o, peor aún, está indolente ante el crimen cometido contra un niño.
Cabriolas en el aire, en su totalidad, es un libro que introduce la frescura natural de la ternura homoerótica dentro de la literatura catamarqueña. Y lo hace sin sentido de polémica; solamente enuncia, a través de metáforas caprinas y fáunicas, actos ya existentes. Incluso, el último poema, ‘Capricho final’, evidencia esa ternura ya referida: el yo llora y canta por aquellos que no pueden darse al amor de manera libre por diversas razones. Puede decirse, en fin, que estas cabriolas nos hablan de los deseos, de la sensualidad, del amor y, por encima de todo ello, de la libertad para que todo ello lleve al yo hacia la plenitud.