
Hablo con un muerto, así empieza esta secuencia. Descubro que este muerto encarna la muerte, está muerto para siempre. Se quiere quedar ahí. Intenta persuadirme, quiere que me ligue a él, a ella. Intenta obligarme. Huyo. Otro muerto se acerca, converso con él. Su voz es soplo de vida. Solo muere para disimular su afán de vivir. Nunca muere cabalmente, ese es el secreto. Gasta sus días en el arduo trabajo de prolongar la vida. Me habla al oído, la conversación debe continuar, señores: susurra todo lo que pudo arrebatarle a la muerte: aromas, colores, texturas, pieles, ojos, paisajes, flores, juegos de los rayos del sol en el agua, sonido de cafeteras, crujir de tostadas en las mañanas, pistas seguidas a libros exóticos y perdidos, sus dedos siguiendo las líneas, sus ojos buscando el paisaje, sus manos erigiendo pequeñas insignias fálicas de hierro negro, sus manos haciendo círculos de flores.
Llamada telefónica idiota de algún suplemento en color, con una larga lista de preguntas: ¿Dónde le gustaría estar? ¿Qué le gustaría ser?
Mi propia pregunta: ¿Cómo alguien que murió hace casi veinte años, salva algo dentro de mí? Una certeza tengo: cuando alguien que no conocés viene a hablarte íntimamente al oído, dirá algo digno de escucharse.
En una persona como Derek Jarman, empeñada en tomar aquello de bello que el mundo ofrece, hacer un jardín en el lugar de mayor desolación e inhospitalidad del mundo y en el momento más crudo de su experiencia vital, lejos de ser el gesto épico y grandilocuente de los dioses, es una más de una serie ininterrumpida de conversaciones íntimas, sinceras y amorosas de un hombre, con ese fragmento de espacio y ese tramo de tiempo recibidos. Esos dos recortes que llamamos vida.
Converso con él, y por momentos me parece escuchar con más nitidez su campana: para conversar con otro ser es menester asumir la propia existencia. Lisa y llanamente, vivir la vida a la que fuimos llamados.
Le pregunto cada día: ¿Qué cosas mueren, Derek, de qué se puede morir, de cuántas formas? Anoche tuve muchos sueños-dice susurrante– En uno de ellos, un hombre de arcilla se hacía polvo cuando lo tocaba a la entrada de la gran biblioteca entre el Tigris y el Éufrates. Las flores, dice después, en todas sus variantes de colores y formas. Las plantas, de todas las especies. Cualquier especie de insecto que coma a las plantas, aun las que son plagas. Las plagas pueden ser exterminadas. Las macetas, cuando por exceso de raíces se rajan, o se caen de las manos y se parten al ser trasladadas. Los jardineros. Los jardines. Las piedras, incluso las más compactas y grandes, con los efectos corrosivos necesarios, se desgranan. Los granos, que los pájaros divisan desde grandes alturas, al igual que los gusanos y las lombrices. Grandes extensiones de maíz o girasol, reducidas a la nada por langostas. Las langostas, que los pájaros divisan desde grandes alturas. De muerte natural, corroído, desgastado por el tiempo, seco, del detenimiento de todo lo que late, en un instante. Devorado, engullido, desangrado, inmóvil, de hambre, de frío, de falta de sueño, de inanición, de indigestión, de un repentino abandono de la fuerza, del flujo de sangre que deja el circuito, de la escasez de glóbulos rojos, de la escasez de glóbulos blancos, de la falta de aire, de ahogo. Acostado boca arriba, acostado boca abajo, de pie, de rodillas, en la caída, sumergido, en la elevación, boqueando, dando manotazos al aire, al agua, escapando del fuego, entrando al fuego, entrando al agua, con calma, desesperado, con los ojos cerrados, con los ojos abiertos, acompañado, solo.
Converso con él. escucho su voz: El punto final de una larga línea de ¨casas refugio¨ que comencé a construir cuando era niño en el fondo del jardín. ¿Qué cosas viven? me pregunta y ríe. ¿De qué se puede vivir? ¿Cómo? Vive un jardín y un jardinero. Las amapolas silvestres y las rosas que compraste en el camino. El vendedor de rosas, los bichos del camino. El cuervo negro que roba tu brillo, las semillas , los insectos que escapan del cuervo negro. Los amores que te visitan, las palabras de las charlas con todos los amores que te visitan. Los colores en tus flores, en tus telas. El cuero de tus zapatos mientras los lustran las manos. Los gestos de los actores en tu ojo, tu retina captando todas las variaciones del color antes de que mueran. Los cuerpos en la noche, mientras danzan y la gota de sudor en su trayecto al suelo. Lo que arrastra la gota de sudor en su trayecto al suelo. Tu corazón y el flujo de tu sangre. El latido en tus sienes y tus muñecas. La respiración que no cesa por las noches. El aliento, hasta el último. Los jardines y los jardineros. Tuve flores de hielo-me susurra– las dejaba afuera toda la noche en un vaso, produje crisantemos suspendidos en agua helada, rosados por el frío. De luz, de aire, de fuego, de sudor, de savia, de sangre, de leche, de carne, de aves, de ganas, de ansias, de espera, de promesas, de caricias, de aliento, de olores, de sueños, de búsqueda, de melodías y silencios, de susurros, de un grito sin final, de notas y tonos, de hambre, de risa, de baile, de llanto, de bruñir las armas, de hacer jardines. Huyendo, a la rastra, escondido, en silencio, a los gritos, solo, acompañado, ciego, sordo, mudo, en paz, asustado, erguido, mirando el suelo buscando las cosas bajas, mirando el cielo, en alerta, despreocupado, en contacto, lejos, a traición, sin riesgos, con las armas negras bajo la almohada, con las armas negras lejos de la almohada, bruñendo las armas blancas para el gran combate, con la dignidad de un samurai, buscando las semillas para resembrar. Sembrando. La lluvia me ha devuelto el verde a los ojos. El hinojo, la col marina- dice mientras se aleja.