Turistas
Cuando ellos llegan, nosotros desaparecemos. No totalmente, eso sería imposible, o por lo menos, contraproducente. No. Disminuimos la intensidad de nuestras presencias hasta su expresión mínima, hasta casi anularlas. Entonces, si nos cruzamos o juntamos, es en el mercadito del Turco Aladín, en el bar de los Piedrabuena, en alguna dependencia del Municipio, lejos de cualquier lugar que huela a turístico.
Salimos muy temprano, antes que el sol, y ya cerca del mediodía nos eclipsamos. Ellos suelen despertarse a esa hora: comen, pasean, llenan el pueblo con sus presencias ruidosas hasta bien avanzada la madrugada, cuando nosotros salimos.
A veces, a pesar de todos nuestros esfuerzos, llegan hasta nosotros. Cada vez son más numerosos e insaciables, no se contentan con visitar la playa, la peatonal, el paseo de los artesanos, el museo paleontológico. Perdidos o intrépidos, llegan hasta nuestros barrios, en las afueras del pueblo, al Club del Progreso, donde no hay nada de lo que puedan apropiarse, o hasta el mismísimo bar de los Piedrabuena, que ni siquiera un cartel tiene.
Entonces, con nuestra mejor sonrisa, les damos direcciones incorrectas, les cobramos hasta un veinte o treinta por ciento más caro cualquier cosa, atendemos sus insólitas solicitudes con una expresión en la que cualquier individuo con algo de perspicacia (ellos no) podría leer el desprecio, el desdén.
Contamos los días que faltan para su éxodo definitivo, al menos por esta temporada, hasta el noviembre o diciembre próximos. Aunque no lo parezca, esperamos sapientemente, confiamos.
Como los morlocks de La máquina del tiempo de Wells, sabemos que su felicidad será, más tarde o más temprano, nuestro alimento.
Diego Rodríguez Reis, de El deshacedor (Ediciones De La Grieta, 2022).