El auto avanzó a través del camino empedrado. Las llantas rompían las ramas muertas y producían un sonido seco, como si un hueso se quebrara al medio. Pozos de mierda, maldijo Adriana. A continuación, sopló un mechón de pelo oxigenado, que le caía sobre la frente sudada. Giró la cabeza un segundo; el cuerpo de Venus rebotaba: uno de los pechos había quedado destrozado. Siguió conduciendo hasta que un árbol caído no le permitió proseguir más. Suspiró. Hija de puta, me seguís dando trabajo, gritó Adriana. Tendría que descender junto a ella, por una pequeña colina para llegar al borde del dique «El Cadillal». Bajó del auto. Abrió la puerta trasera. El perfecto rostro blanco descansaba, vertical, sobre el respaldo del copiloto. Tocó el cuerpo frío como el filo de un cuchillo. La agarró por los hombros y la arrastró hasta tirarla al suelo. Luego, la arrojó por la pendiente. Venus golpeó con una roca grande, puntiaguda. El cuello se separó del resto del cuerpo. La cabeza rodó un metro más y se detuvo a medio camino. Adriana miró todo desde arriba. Inclinó la cabeza. Asintió. Se limpió las manos. ―Hasta nunca, putita, ahora ya no podrás torturarme― dijo. Regresó al auto. Encendió el motor, las luces altas. Se observó en el espejo retrovisor; el maquillaje se había corrido y las ojeras hinchadas y oscuras parecían el resultado de un golpe de puño. «Así no vas a conseguir buenos tipos», se imaginó que le decía Churito, enfadado. Debía volver a trabajar. Debía olvidarse de una vez por todas de Venus. Pero sobre todo, debía volver a ser Adriana. Se rascó la quijada, la barba empezaba a picarle. Su debacle existencial comenzó en su última «parada», frente a la escultura de la Venus renacentista, en el parque 9 de Julio. A lo largo de las noches, mientras esperaba a que algún cliente se acercara, Adriana miraba en dirección a Venus. La blanca figura sobresalía en la noche y eso le gustaba. Otro aspecto que también le gustaba era que la mujer mostrara los pechos sin vergüenza. Adriana no sabía nada de arte, pero creía que quien la había esculpido, había entendido a la perfección que la desnudez era algo natural, pero también algo provocativo. A ella también le encantaba mostrar sus pechos grandes y exageradamente redondos. Era parte de su trabajo, claro, pero algunas lo hacían por obligación, como la Lucy, su compañera de parada, pero ella no, ella lo hacía por placer, por naturalidad, por rebeldía. Una de esas tantas heladas e interminables noches, un remisero paró en frente. Ella cruzó. Lo conocía, era Albertito, un anciano de unos sesenta años que a veces se hacía «tirar la goma», pero esa noche Albertito no quería nada de sexo sino «el polvito mágico», como su compañera llamaba a la cocaína. Después de venderle una bolsita de diez gramos, se quedó ahí, cruzada de brazos. Miró por primera vez, a conciencia, la escultura; Venus tenía los senos chicos, corridos y caídos a los costados, el abdomen flácido, dividido en dos por un rollo de grasa. El pupo era diminuto, hundido. El pupo de Adriana, en cambio, estaba salido. Las manos de Venus eran otro aspecto que envidiaba, manos chicas, un poco gordas, pero sobre todo delicadas, manos de mujer. Estudió el rostro; los ojos cerrados, los labios semi abiertos, en un gesto sensual de placer, el mentón filoso. Un rostro relajado, con la naturalidad de quien estaba conforme con su cuerpo, algo que Adriana no había logrado sentir por dos días seguidos. Por último, analizó la tela que cubría la escultura desde el abdomen hasta los pies. No había nada que abultara la tela en medio de las piernas. A esa figura de yeso no le colgaba el sexo. Desde esa noche, su vigor, su masculinidad sexual fue debilitándose, hasta no poder levantarla ni aunque se la quisieran estimular. Adriana estaba triste. En las ocasiones que ella tomaba el mando con ciertos clientes, viejos conocidos, algunos amigos del barrio donde había crecido, se empastillaba con píldoras azules. Pero no lo disfrutaba, porque pensaba que ya no quería ser lo que era; quería ser una Venus, con el abdomen medio flácido, los pechos chicos, las manos redondas, delicadas, pero sobre todo quería ser una mujer. Cuando tomó la decisión, le comentó a la Lucy: ―Estás re pelotuda vos. ¿Sabés la moneda que se necesita? Aparte a Churito no le va a gustar nada. Vos sabés que a los viejos estos les encanta tenerla adentro. Te vas a ir a pique si te sacás la pija. Adriana bajó la cabeza. Su amiga tenía razón. Aunque aquella realidad, no cambiaría su decisión. ―Tal vez pueda vender pasta nomás. ―¿Y terminar como la Elisa? ¿Con tres tiros en la cabeza? ¿Estás demente? Si tanto te pinta ser esa Venus, que te llamen así. Adriana asintió una vez más. Lo del apodo no funcionó. Sus clientes, ya de por sí, en muy pocas ocasiones la llamaban por su nombre. Además no se sentía Venus, ni siquiera Adriana. Ya no sabía quién era, solo quien quería ser. Necesitaba pensar, ver cómo seguiría su vida. Le pidió unos días a Churito, excusándose en que tenía que cuidar de su madre enferma. La anciana si estaba enferma, pero no tenían ningún tipo de relación desde que le había dicho que en vez de Adrián, sería Adriana. Su chulo solo le permitió faltar dos días. El primer día libre, a la mañana, visitó un par de clínicas. En algunas le dijeron que el médico se encontraba de vacaciones, en otras, los especialistas le presupuestaron la operación. La Lucy había estado en lo cierto; necesitaría demasiado efectivo. A la siesta, fue hasta la casa de Churito, una casa de hombre adinerado que quedaba descontextualizada en medio de la villa miseria. ―Che, ¿qué te parece si vendo solo pasta?― preguntó apoyando los codos en la pequeña barra de tragos del living comedor. Churito la miró desde el sofá de cuero. Se irguió. ―La Lucy me dijo que andás con esa pelotudez de la Venus. Sacate de la cabeza eso. Sos hombre, te guste o no. Tenés pija y no podés sacártela. ¿Entendiste? Además ya sabes cómo son los Campazo. Pasta sola no. Para eso están otros tipos, no vos. Si seguís pelotudeando, vas a terminar en medio de El Cadillal con el cuerpo todo lleno de agujeros. ―¡No te laburo más entonces! ¡Me tienen harto esos viejos sucios!― ella gritó llevándose un largo mechón de pelo hacia atrás. ―Putos hay por todos lados. ¡Rajá! Adriana en vez de marcharse, se largó a llorar. Churito se levantó del sofá. La tomó por un hombro. Le acarició la espalda. ―Shh, tranquila― le dijo él, luego le tocó el sexo. Adriana regresó al monoblock donde vivía. Se bañó. Se sentía sucia. En el despintado cuarto, buscó la vieja caja de herramientas. Su padre se la había heredado cuando terminó la secundaría, pensando que eso la motivaría a no ser un marica y si un macho bruto y golpeador como él. Sacó la maza y unos cortafierros. Guardó las herramientas en una mochila. Luego de la cartera de trabajo, sacó dos bolsitas de cocaína; las inhaló con bronca. El polvo le quemó la nariz, le produjo temblores en las manos. Llamó a Albertito así la buscaba. Era la una de la mañana cuando bajó las ruinosas escaleras con olor a orina del monoblock. El viejo la llevó hasta la casa de su madre. Cuando se paró frente a la puerta, el efecto de la cocaína la hacía mover la mandíbula de un lado a otro. Tuvo intención de llamar, pero no estaba dispuesta ni lista para ver a su madre. Además qué le diría: «Hola, ma, ¿cómo estás? Vine a sacar el viejo 504 de papá». Agarró la maza y rompió el candado. Abrió el portón. El olor a humedad la puso de mal humor. La tenue luz amarilla que llegaba de la calle le permitió ver el caos del pequeño garaje. Latas de pintura por los bordes, alambres, piolas, poleas colgando del techo. Avanzó esquivando bolsas de yeso y cemento. Accionó la manija del auto. Tuvo que correr el asiento hacia atrás para poder sentarse. La llave estaba colgada del espejo retrovisor. Rogó para que la batería no estuviera muerta. Al girar la llave, las luces delanteras se prendieron. Frente a ella, colgado de la pared, había un viejo calendario. Una rubia en topless usaba una llave inglesa a modo de pistola. La veinteañera además guiñaba el ojo. ―Viejo asqueroso― exclamó por lo bajo Adriana, luego giró la palanca de cambios hasta poner reversa. Vio a la Lucy dando pequeños saltitos para calentarse. Adriana estacionó el 504 frente a la escultura de Venus. ―¿Qué hacés aquí? Si te ve Churito, te manda a matar― dijo la Lucy. Adriana no le prestó atención. Sacó la maza y el cortafierros de la mochila. Luego caminó con deliberación hasta la escultura. Golpeó la base de cemento y la punta se hundió apenas unos centímetros. Dio otro golpe, esta vez el cortafierros penetró con más facilidad. ―Eh, pará, ¿Estás loca?―la Lucy le agarró la muñeca. Adriana la miró con los ojos exageradamente abiertos. Su compañera retrocedió, cruzó al frente. Con cada mazazo, el sexo fue endureciéndosele. Golpeó hasta que logró liberar la escultura de los pernos que la mantenían sujeta a la base de ladrillo. Debía meterla al auto antes de que la policía pasara. Abrió la puerta trasera. Luego levantó a Venus; pesaba demasiado y la quijada de la mujer se le clavaba en el hombro. Dio pequeños pasos, con las piernas temblorosas. Logró arrojarla dentro del 504. Cuando se enderezó, el cuerpo entero le palpitaba. Alguien le tocó la espalda. Se dio vuelta, lista para golpear a quien sea. Ciñó el puño, pero lo relajó al darse cuenta que era la Lucy. ―Estás loca, amiga, pero te entiendo. Al principio vagó por la ciudad sin saber a dónde ir. De a rato miraba por el espejo retrovisor; la cara de Venus, perfecta y blanca, le oprimía el pecho. Cuando doblaba en las avenidas lo hacía con brusquedad así la escultura se golpeara. Eso la divertía. ¿Ahora qué?, se preguntó mientras esperaba a que el semáforo diera verde. Entonces le vinieron las palabras de Churito a la cabeza: «Vas a terminar en medio de El Cadillal con el cuerpo todo lleno de agujeros». El semáforo se puso en verde. Adriana aceleró. ―Vamos a dar una vuelta― dijo sonriendo.
Rodfer Gutt (Tucumán – 1992) Comenzó escribiendo letras de canciones para la banda de rock en la que tocaba el bajo. Luego, exploró el terreno de la literatura: ingresa en un taller de narrativa y produce sin pausa. Sus cuentos abordan ambientes cotidianos en los que surgen situaciones inquietantes que dejan lugar a la reflexión. Fundador y editor en Dos Diamantes, proyecto de diseño y producción narrativa y literaria. Obtuvo diversos premios: mención en el Concurso Internacional Relatos Asombrosos VIII (Casa vasca, Misiones – 2016). Segundo premio en el Concurso Provincial Leopoldo Lugones – 37° edición (Tucumán – 2016). Mención en el Primer Concurso Internacional De Cuentos Sobre El Rito Del Mate (Sade filial Misiones y Ediciones “El Imaginero” – 2016). Tercer premio en el Concurso Literario Alicia Chibán (UNSa. 2017). Mención en el Concurso Internacional «El Ambiente De Quiroga (V encuentro de Escritores de San Ignacio, Misiones -2018). Mención y publicación en el Concurso Internacional Literario Biblioteca Popular Del Paraná (Entre Ríos – 2018). Tercer premio en el IX Concurso Internacional De Poesía Y Relatos De Inmigrantes De La Sociedad Italiana De San Pedro (Buenos Aires – 2018). Mención en el Concurso Provincial Leopoldo Lugones – 40° Edición (Tucumán – 2019). Primer premio en el Concurso Nacional Provincia Del Chaco (Chaco – 2019). Publicó: “Tierra sobre el cajón” y “Búsqueda en el fin del mundo”, en Historias Tucumanas (Ed. Del Taller, 2016). “El regalo”, en El Mate (Ed. El Imaginero. Misiones – 2016). “Barrer”, en la revista Relatos Sin Contrato (España – 2017). Revista Literaria Testigos de la Literatura (Ed. Dos Diamantes. Tucumán – 2017). “El libro rojo”, en Morir Tan Luego (Ed. Biblioteca Popular del Paraná. Entre Ríos – 2018). “El canto del gallo”, en el 40° Aniversario Concurso Leopoldo Lugones (Ed. Ediciones del Parque. Tucumán – 2019). Vamos a dar una vuelta, (Ed. ConTexto. Chaco – 2019). Donde los débiles mueren (Fondo Editorial Aconquija. Tucumán – 2020).