La niña del cañaveral

La poesía de Manuel J. Castilla rescató historias que de otro modo se hubieran perdido. Uno de esos nombres es el de Evangelina Gutiérrez. Un viaje por los caminos del NOA, en busca de su rastro, nos sumerge en otros tiempos y en otras voces, murmullos de un pasado que resuena en el olvido y lo fisura a fuerza de la belleza que sobrevive en la memoria de los poemas.

Manuel J Castilla, poeta salteño y compadre creativo de Gustavo “Cuchi” Leguizamón, es el autor de los poemas que el Cuchi musicalizó para crear piezas diferentes e inolvidables. En la web de SADAIC figuran 27 obras en colaboración, cito sólo algunas: Zamba del pañuelo, Zamba de Juan Panadero, Zamba de Balderrama, La arenosa, La Zamba de Lozano, Cantor del obraje, El fiero Arias, Cantora de Yala, Zamba de Anta, Maturana y muchas más.

Autores también de La Pomeña, zamba sobre aquella cantora de La Poma, en Salta, a 3000 metros sobre el nivel del mar. La leyenda dice que una joven pastora de cabras, Eulogia Tapia, un atardecer de febrero, le ganó un largo contrapunto de coplas bajo unas carpas carnavaleras a Castilla. Ella con su caja cantó la última copla que dejó al poeta mudo sin poder responder, muchos años después Eulogia recordaría aquellos versos triunfadores:

Esta noche va a llover
Agua que manda la luna
Mañana han de amanecer
Como pato en la laguna

Luego Eulogia, aquella tarde de carnaval, montó su caballo blanco para regresar a su casa.

Al día siguiente, el poeta no salía del asombro, decidió en compañía del Cuchi visitar a la joven. Se montaron en un tractor hasta la humilde casa de adobe de los Tapia, un rancho empollado en una quietud rocosa, rodeado de sembrados y sauces llorones; los artistas querían conocer mejor a esa cantora, a esa pastora que anda como dentro del sueño. Ella los recibió con su padre, Don Joaquín, la joven ese día estaba preocupada porque le habían robado unas chivas pequeñas. En la casa de los Tapia volvieron a hermanarse en el canto de las coplas y sus cajas y corazones retumbaron entre los verdes silencios de la precordillera.

Algún tiempo después la pastora y coplera escuchó por la radio una canción que hablaba de ella. Corría el año 1969 y Eulogía, en una metamorfosis no imaginada, era poema, canción y eternidad.

***

Manuel Castilla trabajó en composiciones que forman parte del cancionero del folklore argentino con otros músicos, entre ellos Eduardo Falú , Rolando Valladares, Fernando Portal, Ramón Navarro, Cayetano Saluzzi, Payo Solá.

Hay un poema en el libro El cielo lejos, de 1959, “Evangelina Gutiérrez”, que el tucumano Rolando “Chivo” Valladares musicalizará y registrará el 05 mayo de 1987. El poema es el que sigue:

EVANGELINA GUTIERREZ

Evangelina Gutiérrez
cuchillo en mano deschala
y siente que todo el aire
a su lado se azucara.

Miel de palo, su dulzura
por sus trenzas se derrama.

En sus ojos el machete
es como un tajo de plata
y en su cintura se entibia
madura ya la mañana.

En el lote Arrayanal
Ingenio de La Esperanza
a cada golpe el machete
le va cortando la infancia.

Evangelina Gutiérrez
tallo de arena en La Quiaca,
cosecha para el ingenio
flores de azúcar quemada.

Trapiche, párate ya
no te dejes cortar caña.
La noche llora el rocío
salado como una lágrima
y el aire se pone luto
tordo cruceño en las alas
porque están moliendo el sueño
de Evangelina en la zafra.

En el lote Arrayanal
ingenio de la Esperanza.

Es común asociar a Manuel Castilla al folclore del NOA por el aporte de letras a las canciones más bellas e inolvidables compuestas, pero mirando en profundidad la literatura producida por Castilla podemos denominarla de denuncia social. En su obra aparecen los marginados: los explotados en los ingenios, en las minas y en los obrajes; está presente la explotación infantil; también aparece el tema de los pueblos originarios y sus penurias. La poética de Castilla no solo versa sobre el paisaje y su belleza o la simple intención de juntar palabras para que suene bonito.

Castilla en sus poemas elabora retratos, nombra a sus protagonistas con nombre y apellido y los sumerge en su realidad, en sus paisajes, en sus conflictos, donde muchos de ellos son fruto de las injusticias sociales, pero también seres gozantes y deseantes. Pienso en el chileno desterrado de Maturana hachero y carbonero, en Juan Ponce que, por las noches, con su guitarra y su voz pastosa hace que los hacheros del obraje se rían de a pedacitos; o en camino a la cosecha de la uva pienso en una Rosa Mamaní enamorada, recuerdo siempre con emoción a Juan Riera, ese español anarquista que escapó de la dictadura fascista del franquismo y que por pura solidaridad entregaba su alma cada amanecer amasando y dejando el primer pan en una canasta en la vereda para que los pobres puedan sacar de allí para no morir de hambre pero siempre con la persiana baja para que nadie se sienta humillado por su miseria al ser expuesta.

El poeta y ensayista Horacio Salas decía acertadamente de Manuel Castilla en una ponencia:

“Castilla nombra y describe, otorga palabras a las cosas, resalta fulgores, rescata personajes anónimos, seres sin rostro que viven para siempre en su poesía, que viven porque fueron escritos por él. Una poesía con música de fondo, con guitarras punteadas despacito, para que puedan escucharse en el silencio de las madrugadas. Una poesía conversada en el vino, una poesía oliendo a campo, a cuero resobado, trajinado y usado, a corazón llorando, a recuerdo muriendo y regresando”

***

Yo conocía los ingenios azucareros de Argentina, de Bolivia y de Paraguay. Alguno que otro en Brasil. Era por mi trabajo de ingeniero. Antes de la zafra y durante la zafra, los visitaba. Así fue siempre desde hace ya más de 10 años.

En Salta y en Jujuy, los ingenios están en las cercanías de la ruta 34, pero antes de la ruta fueron las vías del tren las que llegaron para sacar el azúcar de esos lugares bajo el cielo del trópico de Capricornio. Donde llegaba el tren, el azúcar traía más gente. Así nacieron esos pueblos. Antes esos cielos fueron el reinado del dios wichí Tokwaj, padre de los ríos, y del yaguareté que robó el fuego a los hombres.

Unos kilómetros al norte de San Pedro, en Jujuy, está Arrayanal. Es un caserío entre montes y cañaverales, las casas son bajas y de ladrillos a la vista. Su gente trabajó siempre para el ingenio La Esperanza. Desde hace más de un siglo.

Una vez, hace más de diez años, allá por 2012, venía de vuelta del norte. Ya había cumplido con el trabajo. Pasé por la ruta y vi el caserío. Me metí por una calle de ripio, con más polvo que sombra. Un viejo caminaba por una vereda esquivando el sol intenso e inmenso de la siesta, se refugiaba bajo la sombra de lapachos en flor, si, debió ser a fines de agosto o septiembre. Bajé el vidrio de la ventana del vehículo y lo saludé.

—¿No conoce usted a Evangelina Gutiérrez?

El hombre se arrimó caminando despacio, me miró sin ningún apuro.

—No. Pregunte en el almacén.

En el almacén solo había una ventana abierta. Un cartel escrito con fibras decía: Toque el timbre. Una flecha dibujada sobre el papel indicaba el botón. Toqué. Entonces salieron unos perros. Eran chicos pero ruidosos. Primero ladraron. Después se pusieron a olfatear mis botamangas de forastero.

Desde el fondo oscuro de la habitación apareció una mujer. Se asomó a la ventana.

—¿Qué va a llevar?

Le dije que nada. Que buscaba a Evangelina Gutiérrez.

—No hay nadie con ese apellido aquí.

—Tal vez era su apellido de soltera.

Ella se quedó pensativa.

—No sé.

—Evangelina estuvo aquí a fines de los años cincuenta. Trabajó en el Lote Arrayanal con su familia, para el ingenio. Un poeta la nombró en un poema.

No dijo nada. Solo me miró. Luego preguntó de nuevo si iba a llevar algo. Le dije que no. La mujer me odió en ese instante. No hacía falta que me lo dijera. Cerró la ventana. Luego corrió la cortina.

Yo tenía en mente buscarla hacía ya tiempo. Quería saber si Evangelina conocía el poema que la nombra. El poeta publicó el poema en 1959, y sabiendo que su anterior libro es de 1957 calculaba que la mujer tendría 10 o 12 años cuando Manuel la conoció, quizás en una gira como titiritero o cuando investigó recopilando coplas que luego publicaría en un libro. La cuenta me daba en aquel 2012, que Evangelina sería una señora de 63 o 65 años.

Me quedé un rato más en el pueblo. Di una vuelta sin saber qué buscaba. Un fantasma, quizás. Evangelina Gutiérrez o las huellas imperceptibles de su nombre. Quizás solo había sido una trabajadora golondrina, de esas que bajaban de la puna para la zafra. Me pregunté si sería un personaje literario, me respondí que Eulogia Tapia, Juan Riera, Santa Leoncia de Farfán, Don Baltasar Guzmán, Maturana, Juan Ponce y muchos otros retratados por Castilla en sus poemas eran personas reales. Me dije que quizás Evangelina, como aquel “todos los fuegos el fuego” de Julio Cortázar, era una niña trabajadora del surco pero a la vez todos los niños que trabajaron en el campo, parte de los trabajadores que se levantaban a las tres de la madrugada para ir al surco y evitar que el sol los calcinara de día, a fuerza de pan casero y mate cocido a cortar y pelar caña para alimentar a los trapiches del ingenio y a las arcas del dueño. Para las Evangelina Gutiérrez las vaquitas siempre son ajenas, como canta Yupanqui.

Hace unos días volví a pasar por la ruta 34. Bajé la velocidad del vehículo. Miré hacia Arrayanal. Entre dientes y con una mueca cercana a una sonrisa, recité bajito unos versos que hablaban de la niña el cañaveral.

Evangelina Gutiérrez
cuchillo en mano deschala
y siente que todo el aire
a su lado se azucara…
…a cada golpe el machete
le va cortando la infancia…

En el lote Arrayanal
ingenio de la Esperanza.

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